«Entra un camarero viejo, chaquetilla blanca y mandil hasta las rodillas, muy ceñido, trapo al hombro, y deposita en el centro de la mesa con diligencia profesional una fuente humeante de calamares fritos.
—¿Faltan cervezas, don Pinicio?
—Tú trae otra media docena, Manolo, que hoy es un día grande para la Iglesia y para la Patria y debemos celebrarlo. ¿Tienes ese choricillo que te traen de Carchelejo?
—Lo tengo, don Pinicio, pero como hoy es viernes de vigilia no se lo he querido ofrecer, por guardar la abstinencia.
Don Pinicio se lo piensa un momento.
—No te preocupes, hijo. Trae una fuente de chorizos calentitos, con algo de morcilla también, ¿eh?, que hoy nos concederemos bula en atención al especial significado del día. Eso sí, dile a Ascensión que los fría en la cocina de arriba, en tu vivienda, no sea que, por mano del diablo, les llegue el olor a los parroquianos de la barra e incurramos en pecado de escándalo pasivo de la clase pusilorum, o parvulorum, ruina spiritualis orta ex ignorantia causae, que no todo el mundo tiene el juicio ni la cordura de saber poner las cosas en sazón.
—Pierda cuidado, don Pinicio, que mandaré a freírlos arriba a mi Carmencita.
—Eso, eso.
Marcha el mesonero a cumplir el encargo y los canónigos retoman la conversación».
«Pasados los Reyes yo volvía a Valencia. Allí me encontraba de nuevo con el olor a café torrefacto de algunas calles, las campanas de los tranvías y la humedad de la residencia, las carteleras de los cines, los muslos gigantes de las vedettes en los teatros de revista, Gracia Imperio, Carmen de Lirio, Virginia de Matos y también los billares Colón y la puerta trasera del Ruzafa, junto al bar La Nueva Torera, por donde entraban y salían las coristas».
«Don Próculo es localmente famoso por su acicalamiento y sus maneras exquisitas: afeitado apurado, arreglo semanal de cabello y uñas, el alba minuciosamente planchada y ligeramente almidonada, que le haga frufrú al caminar, los zapatos rechinantes de brillo. Las señoras más devotas, las de las primeras filas, se fijan en todo y luego lo comentan con arrobo. ¡Con qué unción reciben la comunión de sus manos!».
«El griterío del colegio de las niñas de falda tableada frente a la residencia, el sol de otoño en los jardines de Viveros, el flexo sobre el texto de Derecho Romano, el mismo flexo que ahora iluminaba las páginas abiertas del Civil de Castán, el flexo roto en la habitación de la residencia que aún dejaba bajo su cono de luz la sociedad anónima de Derecho Mercantil, un año detrás de otro año en aquella habitación que daba al campo de Vallejo donde jugaba el Levante. La feria de diciembre en la Alameda. Sonaba la melodía Corazón de Violín dentro del aroma de almendra garrapiñada y el estruendo de las sirenas y los cochecitos de choque se unían a la canción ay Lilí, ay Lilí, ay Lo… y un vientecillo húmedo discurría por el cauce seco del Turia, levantaba los papeles, se llevaba la música junto con los gritos de los feriantes».
«Durante el paseo del domingo por la tarde a veces solía tomar un batido en la cafetería Monterrey, el lugar de moda entonces; me sentía un dios con el cigarrillo Pall Mall en la mano y la gabardina de canutillo mirando desde el taburete de la barra a las chicas que entraban con aquellas faldas tubulares. Yo trataba de explorar los caminos de Marisa en la ciudad; mientras tanto iba también al bar Los Faroles, detrás del Apolo, por Juan de Austria, donde había putas muy maternales».
«M’alce i me’n vaig cap a la porta. Isaac ho fa darrere meu. Santi resta al sofà.
—Ho lamente —es disculpa Isaac, al passadís.
—Entenc la teua posició.
De camí al cotxe li envie un WhatsApp a Santi: T’espere a la botiga d’Apple del Carrer Colom.
La botiga d’Apple és un lloc ideal per reunir-te amb algú. Sempre està plena de gent, però tothom capficat amb els ordinadors i les tauletes. La clientela és una barreja de joves i professionals interessats en les noves aplicacions. Botiga acollidora, decorada amb una austeritat plàcida, potser estudiada per sentir-te a gust i, com a tot arreu, amb l’aire condicionat massa fresc. Sospite que els empleats el fan servir per a ells. Si no fóra així no vestirien amb texans ajustats».
«Creo que Fina no me entendió. O quizá me entendió mejor que nadie. A la media hora, un poco antes de entrar a la clase de «Reverencias y Bajada de pantalones sin que parezca que usted se baja los pantalones», me llamó la secretaria del cursillo, una mujer llamada karmele Marchante que se parecía mucho a Mercedes Milà. Estás expulsado, dijo sin contemplaciones. Y da gracias que no te denunciemos por acoso, pero no queremos escándalos. La monarquía es una institución muy seria y tú no das la talla. Ni como marqués ni como perrito de marquesa. Así que a la puta calle. Y como digas algo de todo esto prepárate para lo peor. Nuestro asesor Villaconejo lo ha grabado todo. Sabemos que eres adicto a los Ferrero Rocher y que no utilizas la escobilla en el retrete para limpiar la manteca que dejas. Y más cosas, pero creo que no es menester. Creo que has entendido. Así que la puta calle.
Salí algo entristecido, lo reconozco. Me había hecho ilusiones, yo, que sé que nunca hay que hacerse ilusiones. Lucía el sol aquella mañana en la plaza Xúquer. En la terraza de La Salamandra seguía Washington Peláez, nuestro escritor argentino. Le conté lo sucedido. No pareció afectarle mucho. Washington Peláez, publicado está, era un hombre sereno, apacible, con un puntito zen. Me senté a su lado. Iba con su sempiterno batín de felpa, pero algo en su aspecto había cambiado, algo que en un principio no supe advertir. El mundo es un lugar extraño, dijo al rato. Crees que has aprendido algo pero lo que aprendes no lo aprendes para siempre. Jodido Peláez, pensé, mejor te quedas callado. Pedí un cortado. Otro más. Mi sueño de ser marqués no había durado ni medio día. Entonces me fijé en las zapatillas de Washington Peláez. No eran las clásicas alpargatas a cuadros, las Nike doña Rogelia que yo le conocía. Caí en la cuenta de que era eso lo que le hacía parecer distinto. Sorprendido, pregunté en voz alta, ¿Puma? A lo que Washington Peláez, escritor argentino, el hombre que nunca salía del barrio de San José, contestó: venga bah, un cigadito».
«Las caras nuevas en la facultad a primeros de octubre bajo la boina renacentista de Luis Vives en el pedestal del claustro. Los primeros paseos de los domingos por la tarde desde Correos por la acera de la plaza del Caudillo y de San Vicente hasta la esquina de la calle la Paz. Había una línea divisoria que nunca transgredían las chicas de servicio. Ellas paseaban por Calvo Sotelo y nunca pasaban de la cafetería Lauria hasta donde llegaban los señoritos. Algunas veces con los amigos entraba en ese territorio. Esas maravillosas criaturas que los señoritos llamaban churras eran muy esquivas. Cuando algún joven de la otra acera las requería, ellas se cerraban en círculo, apretaban el morro, ponían el ceño de cemento y se convertían en un bloque impenetrable».
«Mi Pitita Ridruejo del Barrio de Beteró se llamaba Fina. Vivía frente al Tanatorio de Tarongers, en un piso de protección oficial. Me han seleccionado por el toldo de mi casa: «Carlos y Fina», me susurró al oído en el cuarto de baño donde nos escondimos con una caja de bombones Ferrero Rocher. Aquello me noqueó. Todos mis prejuicios clasistas se vinieron abajo. Mi Pitita Ridruejo del arrabal tenía una historia mucho mejor que la mía. Así que tú eres la Fina de Carlos y Fina, deduje conmovido. Sí, confirmó con restos de chocolate entre los dientes. Entonces le conté la verdad, mi verdad, el motivo de mi tesis literaria, la segunda gran obsesión de mi vida. ¿Sabes? Llevo años estudiando ese toldo. Me obsesiona ese toldo. Es el toldo más enigmático de la ciudad. En ese toldo está la gran novela del Barrio de Beteró. Y por extensión, la gran novela de los Poblados Marítimos. Y quién dice eso, dice la gran novela de Valencia, y por tanto la gran novela americana, porque en el fondo todas las novelas quieren ser eso, la gran novela americana. Es increíble, querida Fina, pero siempre que paso por delante pienso en ellos, en Carlos y en Fina, en su historia de amor, en el impulso definitivo que les hizo poner un toldo con sus nombre: Carlos y Fina. Si hacen una película, que la harán, Carlos será Bradd Pitt. Y Fina, Angelina Jolie. Como el demonio de la elocuencia me tenía cogido por las solapas, ya no podía parar. ¿Sabes?, insistí, al principio pensé que era una peluquería, pero un día fui y me dijeron que nanai del peluquín, que aquello era una casa decente. Ya ves, toda mi vida he querido saber quién era esa Fina del toldo. Y ahora de repente me encuentro contigo, con la verdadera Fina. ¿Es o no es maravilloso?».
«Tenían variaciones muy sutiles hasta que todo se convertía en una amalgama podrida cuando llegaba el calor. Solía ir cantando entre dientes y veía al panadero, al dinosaurio del Almudín, a los canónigos de la catedral, al autobús de Iberia que llevaba pasajeros al aeropuerto de Manises, al dragón del Patriarca y según la moda del momento cambiaba de melodías, unas veces cantaba a Machín, mira que eres linda, a Lorencito González, la niña de Puerto Rico por quien suspira, a Jorge Sepúlveda, mirando al mar soñé, a Bonet San Pedro, carpintero, carpintero, pero yo era un moderno y comenzaba a imitar a Renato Carossone, la donna rica, y Maruzzella, y también las canciones de Charles Trenet. Rodaba el tiempo por el puente de la Trinidad».