«La multitud que estaba en el lado derecho maldecía su suerte. El viento
soplaba del norte. Eso significaba que les traería la humareda y la
lluvia de papelitos y trocitos de plástico que el disparo de la mascletà
provocaría. No obstante, los más entendidos —o sea, casi todos— decían
que no hay mal que por bien no venga, pues el molesto aire que les
impediría ver bien el fuego aéreo también les llevaría mejor el sonido.
Los más mayores se quejaban de que, cada año, las vallas de seguridad se
comían más terreno del público y contaban las mascletàs de sus años
mozos y golfos, cuando no había cercas de acero y casi te podías meter
dentro de la zona de fuegos. «Entonces sí que estaba bien, sí. Ahora,
tan lejos, se pierde mucho». Entre los miles de espectadores siempre hay
quien acude por primera vez, traído por un nativo que le explica que no
se tape los oídos, porque es peor, y que deje la boca entreabierta para
evitar que le revienten los tímpanos. La gente que hay alrededor mira
al neófito con una mirada burlona, pero, sobre todo, de expectante
malicia: no hay nada más divertido para un valenciano que contemplar el
terror que se dibuja en la cara de los que jamás han estado en una
mascletà de Fallas cuando la furia de la pólvora es desatada por los
maestros del fuego. Que toque en suerte estar al lado de un espectador
de oídos vírgenes en estas lides añade malévola diversión al espectáculo
"que más nos gusta a los valencianos. A mí, los castillos, ni fu ni fa.
Eso sí, las mascletàs me pierden"».
El silencio del pantano
Juanjo Braulio
Mascletà en la actual Plaza del Ayuntamiento
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