«Cuando le toca el turno se arrodilla detrás de la tupida rejilla del mueble penitencial.
—Ave María Purísima —saluda al sacerdote.
—Sin pecado concebida —responde la voz íntima, viril y algo rasposa del padre Fornell. Lita roza levemente la rejilla metálica con la punta de la nariz y percibe un delicado efluvio del agua de colonia que usa el sacerdote.
—Dime, Lita, hija —murmura el padre Fornell, S. J., después de reconocerla tras la rejilla—. La semana pasada te saltaste la confesión, ¿o fuiste a otra parroquia?
Lita adivina un leve tono de reproche en su voz.
—¡No, padre! —se apresura a decir—. Es que hemos estado muy ocupados en la oficina y apenas me dio tiempo a hacer la visita al Santísimo.
—¡Dios está antes que la oficina y que todo! —le riñe el confesor—. ¡La mala hierba es como la pelusilla del bigote: se robustece! ¡Hay que arrancarla todas las semanas! ¡Que no vuelva a ocurrir! Dime ahora, hija, vacía tu alma ante el tribunal de la penitencia.
—Sonsáqueme, padre.
—Desahógate, hija mía. ¿De qué pecados te acusas?».
De la alpargata al Seiscientos
Juan Eslava Galán
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