«Ella se sentaba en uno de aquellos sillones blancos junto a su madre que hacía calceta y yo la observaba. Al finalizar la temporada de baños, antes de que llegaran las tormentas de septiembre, su familia regresaba a Valencia y de aquella niña Marisa de catorce años recordaba hasta el año siguiente sus ojos verdes, unos hoyuelos carnosos que se le formaban en el codo cuando extendía el brazo y las pecas en las mejillas que el sol de agosto intensificaba cada día volviéndolas más cobrizas. Nunca habíamos cruzado entre los dos una palabra todavía, sino tan sólo miradas llenas de rubor, sostenidas hasta que uno de los dos apartaba los ojos. Otras veces Marisa pasaba por delante de casa y era un verano en que yo leía el Fausto de Goethe en el balcón balanceándome en la mecedora con la brisa del corredor que levantaba las páginas del libro y traía un olor a pimiento asado de la cocina».
Tranvía a la Malvarrosa
Manuel Vicent
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