domingo, 28 de agosto de 2016

El faro. Vídeo

«A aquel faro le gustaba su tarea, no sólo porque le
permitía ayudar, merced a su sencillo e imprescindible
foco, a veleros, yates y remolcadores hasta que se
perdían en algún recodo del horizonte, sino también
porque le dejaba entrever, con astuta intermitencia, a
ciertas parejitas que hacían y deshacían el amor en el
discreto refugio de algún auto estacionado más allá de
las rocas.


Aquel faro era incurablemente optimista y no estaba
dispuesto a cambiar por ningún otro su alegre oficio de
iluminador. Se imaginaba que la noche no podía ser
noche sin su luz, creía que ésta era la única estrella a
flor de tierra pero sobre todo a flor de agua, y hasta se
hacía la ilusión de que su clásica intermitencia era el
equivalente de una risa saludable y candorosa.

Así hasta que en una ocasión aciaga se quedó sin luz.
Vaya a saber por qué sinrazón mecánica el mecanismo
autónomo falló y la noche puso toda su oscuridad a
disposición del encrespado mar. Para peor de los males
se desató una tormenta con relámpagos, truenos y toda
la compañía. El faro no pudo conciliar el sueño. La
espesa oscuridad siempre le provocaba insomnio,
además de náuseas.

Sólo cuando al alba el otro faro, también llamado sol, fue
encendiendo de a poco la ribera y el oleaje, el faro del
cuento tuvo noción de la tragedia. Ahí nomás, a pocas
millas de su torre grisácea, se veía un velero
semihundido. Por supuesto pensó en la gente, en los
posibles náufragos, pero sobre todo pensó en el velero,
ya que siempre se había sentido más ligado a los barcos
que a los barqueros. Sintió que su reacio corazón se
estremecía y ya no pudo más. Cerró su ojo de modesto
cíclope y lloró dos o tres lágrimas de piedra.»

El faro

Mario Beneditti


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