«Desde lo alto del trampolín de la piscina de Las Arenas se veía la playa de la Malvarrosa. Allí alguna vez se realizaba otro rito clásico y yo lo contemplaba antes de zambullirme en el agua. Al principio del verano, de pronto, llegaba a la playa una formación de soldados que se desplegaba en la arena ahuyentando a los bañistas hasta crear un cerco deshabitado que alcanzaba también las barracas de los pescadores. Cuando el horizonte había sido limpiado entraban unos zapadores y plantaban en medio del arenal una caseta de baño con suelo de madera, cortinas y ventanillas laterales de ventilación. Extendían unos pasillos de listones desde la caseta a una mesa con sombrilla rodeada de sillones de lona y otro pasillo con alfombra hasta el mar. En la playa desierta sonaba un golpe de cornetín. El capitán general de Valencia Ríos Capapé se apeaba de un coche oficial y con la vara de mando azotándose las polainas llegaba a través de la arena hasta el campamento recién instalado. Le acompañaban unas señoritas cuyas carcajadas llegaban muy lejos y otros soldados traían grandes cestas con viandas y refrescos que eran servidos por dos ordenanzas con chaquetilla blanca abrochada hasta la nuez y el ir y venir de bandejas con todos los reflejos de la cristalería se veía desde lo alto del trampolín. Con la bayoneta calada y firme bajo el sol vertical de Valencia un batallón formaba la guardia mientras el capitán general se bañaba en la Malvarrosa acompañado de bellas mujeres y después aparecía por el horizonte una paella portada en andas a lo largo del arenal desde un barracón de pescadores. A media tarde se vestía, los soldados recogían la parada, el capitán general se volvía con las señoritas en el coche oficial y una camioneta del ejército le seguía llevando los trastos».
Tranvía a la Malvarrosa
Manuel Vicent
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