«Doña Manuela marchaba por el estrecho callejón que formaban las huertanas, sentadas en silletas de esparto, teniendo en el regazo la mugrienta balanza, y sobre los cestos, colocados boca abajo, las frescas verduras. Allí, los obscuros manojos de espinacas; las grandes coles, como rosas de blanca y rizada blonda encerradas en estuches de hojas; la escarola con tonos de marfil; los humildes nabos de color de tierra, erizados todavía de sutiles raíces semejantes a canas; los apios, cabelleras vegetales, guardando en sus frescas bucles el viento de los campos, y los rábanos, encendidos, destacándose como gotas de sangre sobre el mullido lecho de hortalizas. Más allá, filas de sacos mostrando por sus abiertas bocas las patatas de Aragón, de barnizada piel, y tras ellos los churros , cohibidos y humildes, esperando quien les compre la cosecha, arrancada a una tierra ingrata en fuerza de arañar todo un año sus entrañas sin jugo.»
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