«¡Querida Elisa!:
Hoy me acorde de ti. No, no creas que es algo tan extraño, me suele suceder en algunas ocasiones, como cuando perdido del mundo necesito acurrucarme junto a la calidez de algún recuerdo. Hoy ha sido uno de esos días. ¿Sabes? Encontré tu imperdible con forma de libélula, aquel que me regalaste cuando nos despedimos en el patio del sanatorio. ¡Qué alegría me llevé! Hacía tantos años que creía haberlo perdido. Contemplarlo fue como ver de nuevo tus ojos verdes clavados en mí, haciendo ligeros equilibrios sobre tu pierna mientras con la mano me decías adiós. Recuerdo aquel día y como sentí el corazón partido en dos; alborozado por mi regreso a casa pero triste porque tú te quedabas allí.
Fue entonces cuando un loco impulso me llevó a escribirte esta carta. De pronto tuve la necesidad de hacerte saber que nunca pude olvidarme de ti, de tu sonrisa y tu timidez, de tus graciosas pecas marrones y de tus trenzas germinadas por el sol de la tarde; tampoco de la suavidad de aquel beso que me regalaste, el más limpio y dulce que jamás recibí. Como decirte que, a pesar de aquel año espinoso, del vacío y la soledad, de los castigos y de la añoranza que lastimaba, a pesar de todo eso, a veces desearía volver a tener diez años, regresar a nuestras tardes de verano, escuchar el arrullo cálido y entrañable del mar y sentarme a tu lado, bajo nuestro árbol junto a la casa del médico, envueltos de aquel candoroso amor infantil que ambos creíamos sentir.
Ahora, con la serena madurez que los años han deseado regalarme, rememoro aquellos días y la melancolía me estremece. ¡Cómo olvidar la amistad verdadera de unos amigos que nada tenían y todo lo daban!. Tiempos de ilusiones convertidas en abrazos de humo y de trenes de esperanza que siempre corrieron más veloces que nuestras piernas. Pero Elisa, me gusta refugiarme en la acogedora ternura que brota de aquellos recuerdos porque en ellos siempre estás tú, como un manantial de cariños infinitos. Aunque a veces la nostalgia duela como astillas candentes clavadas en el alma.
Querida Elisa, quisiera decirte tantas cosas. Expresarte mi deseo más profundo de que la vida por fin te haya tratado bien, que te haya devuelto algo de la felicidad que te robo en una infancia que nadie nunca mereció tener, rodeada de muros que no solo separaban, también olvidaban. Siempre pensé que los sueños solo eran versos grabados bajo el sol.
Es por eso, mi querida niña de alegre sonrisa y cabellos de azafrán, que evocando aquellos días mis ojos se humedecen en lágrimas, y te veo a ti y me veo a mí, juntos, ignorantes de un tiempo que nos marcó, arropados bajo la sombra de los niños que fuimos, cuando me he decidido a escribirte esta carta…, aun sabiendo que jamás te llegará».
Pablo G.
Valencia, Octubre 201..
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Niñas enfermas de poliomielitis en el Sanatorio Marítimo Nacional (Hospital Malvarrosa)
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