«Pero un día un constructor se puso chulo. Por sus cojones que no pagaba porque a él no le chuleaba nadie, y menos un gitano trajeado con un mil rayas raído. El Marqués tomó nota. Le siguió, husmeó sus costumbres, descubrió que los viernes salía a cenar con su amante rubia oxigenada de uñas lacadas a la francesa en un local de esteticién de todo a cien euros y que luego se iban a un picadero para follar mientras hacían la digestión. El constructor chulo solía marcharse de su bombonera sobre las tres de la madrugada.
Al Marqués no le importaba la hora. Desde las doce y media de la noche aguardaba con sus sobrinos sentados en los asientos traseros del BMW de color rojo roca. Aquella noche sus sobrinos volverían a casa hechos unos hombres. El constructor abrió el portal con un pitillo pegado a los labios y jugueteando con las llaves del coche. Mostraba aire de haber cumplido, o, en todo caso, de que su amante fondona de cardado de peluquería de todo a doscientos pavos hubiese colmado sus expectativas. El tipo no había dado ni dos pasos cuando el Marqués se le acercó silencioso por la espalda y le llamó, sin acentos gitanuzos, con un enérgico «¡Oye, payo!» que le obligó a girarse. Antes de poder sorprenderse ya había recibido dos balazos en la cabeza.
A los hermanos les impresionó lo rápido que un hombre podía pasar de la placidez poscoital al otro barrio y casi sin enterarse. Alucinaron ante la calma desplegada por su tío. Los tenía de elefante. El Marqués montó de nuevo en el coche y arrancó, sin hilvanar palabra ni enhebrar explicación. Se dirigió al antiguo espigón del puerto. Las luces de las monstruosas grúas que descargaban contenedores de las panzas de los barcos irradiaban una belleza onírica y brumosa. Su tío bajó, se acercó al rompeolas y arrojó lo más lejos que pudo su hierro. Luego, de nuevo en el coche, dijo:
—El arma siempre debe desaparecer. A algunos panolis avariciosos les gusta conservarla, y luego eso les cuesta la vida entera en el chabolo. Nunca guardéis un arma tras usarla. Nunca. —Fue la única explicación que les ofreció.
Los periódicos dedicaron un breve al suceso. Aquel constructor, mira por dónde, escondía trapicheos variados. La prensa despachó el asunto tildándolo de «ajuste de cuentas». La pasma jamás encontró al culpable».
Sesenta kilos
Ramón Palomar
Construcción del espigón. Puerto de Valencia
http://pescarenvalencia.mforos.com/
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