«—Llama mañana por la mañana, y te resolverán el problema. A efectos prácticos no tienes que dar ningún nombre. Dices que te llamas Rosa Pérez García, por ejemplo. Yo ya los tendré avisados.
—¡Que Dios te lo pague, Emilio! No sabes el favor que nos haces.
—¿Alberto lo sabe?
—¿Mi marido? No, claro. Si se entera mata a la niña y me mata a mí. Solo se lo hemos dicho al padre Fornell, ya sabes que nos lleva la dirección espiritual a la familia, y eso en secreto de confesión.
—Bueno. Que no lo sepa nadie más. Creo que el mes que viene nos veremos en una montería. No le diré ni palabra, por supuesto. Yo, en cuanto llame a la clínica para avisarles, me olvido del asunto y cuando todo pase vosotros también lo olvidáis y que Clarita no vuelva a hacer tonterías. Si necesita píldoras, yo se las receto. Hoy día todo el mundo las usa.
—Pero ¿no están prohibidas?
—Lo están, claro, para evitar que la gente sin valores morales haga mal uso de ellas. Ya puedes imaginarte el desmadre que sería si las pudiera comprar cualquiera en una farmacia, pero con vosotros es distinto. Yo se las receto a Clarita, pongo en su ficha ginecológica desarreglos de la menstruación y ya está.
Una semana después, Clarita puede respirar tranquila, ya libre del problema y severamente aleccionada para que no recaiga».
La década que nos dejó sin aliento
Juan Eslava Galán
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