«Por todas partes. Las carreras populares de los domingos parecen manifestaciones. ¿Por qué corren? Empezó a leer el libro de Murakami en el que se pregunta de qué habla cuando habla de correr ante la insistencia de uno de sus amigos literatos, también corredor dominical, y no pudo pasar de las veinte páginas de puro aburrimiento. Correr sin motivo le pareció más aburrido que el escritor japonés de moda. Cada generación, supone, tiene su propia manera de superar la crisis de los cuarenta. Antes se pasaba la barrera comprándose un Mercedes o una Harley-Davidson; o un barquito; o un apartamento; o un divorcio. Pero esos remedios son demasiado caros ahora, así que, tras dejar de fumar, se ponen a correr, como si apretando el paso se pudiera vencer al trote al mismo tiempo. «Y cada vez me encuentro mejor, oye. Los días que no salgo a correr no duermo bien y ya me estoy preparando para la media maratón». Hablan como si fueran atletas y como si, al correr, se pudiera ir en dirección contraria al lugar al que todos acaban llegando, que es justo donde Nacho está ahora.
Cuarentones que corren en un día laborable en horario de trabajo. Corren para huir de lo que dejaron atrás. ¿Una generación perdida? Ojalá. Al menos, tendrían cierto glamour literario tras la estela de Hemingway, Dos Passos o Scott Fitgerald. No. Son sólo una generación jodida. Son los hijos de los que trabajaron la Transición. No los que la hicieron. Esos fueron los niños ricos de buena familia que iban a la universidad y que se lo pasaron en grande, como decía Ismael Serrano, estropeando la vejez al oxidado dictador que aquí tocó en suerte, cantando «Al vent» y colocándose —entonces con porros— y, después, colocándose bien para seguir cortando el bacalao en la parte alta del cañaveral, como hicieron sus padres y sus abuelos».
El silencio del pantano
Juanjo Braulio
Carreras pedrestres en Valencia
Estampa. 30 de octubre de 1928
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