«Noviembre y febrero son allá meses de lluvias torrenciales. En las calles cercanas al río preparaban las casas contra la inundación, ajustando unos tablones al dintel de la puerta. Mas en otro barrio opuesto un afluente también solía desbordar con las lluvias, y sus aguas iban a tenderse, lisas como un espejo enamorado de la imagen que refleja, sobre la llanura donde está asentada la ciudad.
Una mañana vinieron a buscarle al colegio a hora desusada. Llovía días y días, torrencialmente; y el agua desbordando ya por el prado, sería difícil para él volver a su casa en las afueras si se retrasaba un poco. Hubo que dejar el coche al salir de las últimas calles. Aquella avenida de castaños que antes tantas veces recorriera a pie, tuvo entonces que cruzarla en barca.
El agua lo cubría todo, y al fondo surgían de la laguna los edificios extraños y exactos tras una delgada fila de árboles. Algunas gentes cruzaban confusas e inhábiles sobre puentes recién construidos con tablas. Mas casas y gentes parecían ahora breves y sin trascendencia, como si al privarles el agua de la acostumbrada base terrena (así ocurre con un navío al hacerse a la mar) dejara al descubierto su verdadera proporción y significado.
Ya en casa, tras de los cristales de un balcón, miró el jardín, que un muro protegía de las aguas. La laguna con sus frágiles puentecillos, negras líneas sin perspectiva bajo un plano cielo gris estriado de blanco por la lluvia, era como el paisaje de un abanico japonés que su madre tenía.
Al llegar la noche, derribados con el temporal los postes y alambres eléctricos, no había luz. A la claridad de las velas, un libro ante sus ojos soñolientos, escuchaba el viento afuera, en el campo inundado, y la lluvia caudalosa caer hora tras hora. Se sentía como en una isla, separado del mundo y de sus aburridas tareas en ilimitada vacación; una isla mecida por las aguas, acunando sus últimos sueños de niño».
La riada
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