«Entonces aún me debatía entre la fe en Dios y el placer que me exigían los sentidos. Tenía 17 años. La residencia de Pío XII estaba en la calle de Alboraya junto al campo de fútbol del Vallejo donde jugaba el equipo del Levante. Desde mi habitación se veía la portería norte y gran parte de la tribuna. Por las mañanas oía las voces del entrenador, el silbato de la gimnasia, los golpes secos de los futbolistas con la pelota. También había aprendido a calibrar el valor de las ovaciones del público durante los partidos: el error del árbitro, el balón que pasaba rozando el larguero, el fallo del defensa, la agresión de un contrario, la internada del delantero, cada jugada tenía un registro propio en las gradas que iba desde el aullido oscuro de la frustración al grito vengativo de la fiera, desde el rumor de la tormenta que se avecina a la explosión abierta del gol de la victoria. ¿Qué habrá pasado? Nada, eso ha sido un córner, pensaba yo sin levantar la vista del libro de texto cuando estudiaba los domingos por la tarde. ¿Y ahora? Eso es penalti, sin duda alguna. El director de la residencia, don Santiago Martínez, era un cura moreno que gustaba mucho a las mujeres».
Tranvía a la Malvarrosa
Manuel Vicent
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