«Amaneció, era un domingo bonito y soleado, pero ese día no habían churros, periódico ni tebeos. Era el 18 de julio de 1936.
Desde el corral de mi casa se oía una fuerte algarabía que procedía de la calle, ruido de vehículos y algún "petardeo" que creí que era debido por ser un día festivo. Me lancé a la calle, no sin antes ser advertido por mi madre del posible peligro que representaba meterse en berenjenales.
Me quedé atónito ante lo que veían mis ojos, algo insólito que no llegaba a comprender. En la plaza de Los Ángeles, dos grandes hogueras consumían imágenes y mobiliario de la iglesia. Grupos de gentes, con gestos irreverentes y blasfemos, lanzaban toda clase de cuadros, obras de arte, casullas., bonetes y demás vestuario religioso, arrojándolo a la pira, mientras otro grupo subido al campanario, en una ardua labor, intentaban arrancar las campanas.
La otra hoguera, era la del convento. Se arrojaban por las ventanas toda clase de mobiliario religioso y escolar, los pupitres volaban hasta la calle, libros, cuadernos y uniformes de colegialas, todo a la hoguera. Desde una ventana del tercer piso, un malcarado miliciano arrojaba a la calle el botiquín del centro, con una risotada bárbara, y mostrando una caja de inyectables, con voz zafia gritó: ¡Indiciones pa no parir!, arrojándolas al vacío.
Es difícil expresar lo que siente un niño de diez años ante tanta barbarie y brutalidad. Todo el Cabañal rezumaba un fuerte olor a rancio, a barniz viejo quemado.
Mi padre sentenció: "Pobre República Española, ha caído en manos de energúmenos".»
Vivencias de juventud
Francisco Marcos Hernández
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