«Aprovechaba entonces para contemplar, una vez más, la serena composición de su rostro. Sus ojos verdes, sus cejas pobladas, sus pómulos rollizos, sus labios generosos y rosados. Le generaba paz, como un atardecer lento y silencioso sobre aquel mar Mediterráneo. Como el sol que guiña a través de las hojas mecidas por la brisa mientras todos echan la siesta».
Nadie corre más que el plomo
Ignacio Marín
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Y qué le voy a hacer...
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