«De camino hacia El Saler repasaron el plan. No querían hacer sufrir al pobre chico, que dormía atado en la parte de atrás de la furgoneta. Sin embargo, tenía que parecer una pelea con un chapero o un proxeneta con resultado de muerte. Y aquello dejaba fuera toda posibilidad de acabar con el muchacho de un tiro o una buena cuchillada. Por desgracia para él, tenían que matarlo a palos. Las dos barras de hierro entrechocaban entre sí con los vaivenes de la furgoneta con chasquidos siniestros. Habría que darle unos cuantos golpes que, seguro, que le iban a doler antes de que Leka le asestara el garrotazo final para reventarle la cabeza. El bioquímico iba a pasar un rato malo de veras, pero Lorik y Leka coincidían en que no serían más de cinco minutos. Qué se le iba a hacer».
El silencio del pantano
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