«La furgoneta abandonó la calzada asfaltada y se metió por el camino de tierra que serpenteaba entre los pinos. El aire cuajado de gotas de lluvia olía a resina y a sal. Entre las dunas debía de estar la Casa Negra —antiguo refugio de guardabosques de cuando La Dehesa y El Saler eran aún un coto privado de caza—, aunque la noche no les dejaba verla. Aparcaron el vehículo bajo uno de los enormes árboles y bajaron a empellones a su prisionero. Se había despertado e intentaba gritar tras la cinta americana que le amordazaba. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas y ambos matones cruzaron una mirada de asco al sentir el olor acre de la orina que manchaba la entrepierna del bioquímico. Arrojaron a su víctima al suelo y Lorik se agachó junto a ella mientras se llevaba el dedo índice a los labios. Le habló despacio. Casi como a un niño pequeño que tiene una rabieta.
—Silencio. No intentes ninguna tontería y todo irá bien».
El silencio del pantano
Juanjo Braulio
Cazando en La Albufera
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