«Entre esas cavilaciones llegué a la plaza del ayuntamiento. Aparqué frente a la casa consistorial y, tras bajarme, me sacudió una sensación de pesadumbre, de impotencia. Me senté en uno de los muchos bancos de hierro que había en aquel lugar. Cubiertos de esa pintura plástica verde que se astillaba con solo pasar la mano. Estuve jugando con ella durante un rato, tratando de trazar, de imaginar, un plan plausible. Volví a mirar el cielo. Esta vez se había teñido de un morado apagado, soliviantado por lengüetazos plateados. Una bandada de ruidosas aves atravesó aquel lienzo trazando erráticas cabriolas».
Nadie corre más que el plomo
Ignacio Marín
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Plaza del Caudillo, actual del Ayuntamiento
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