«El teniente ocupó su butaca de escay verde bajo un retrato de Franco enmarcado en oropel, que nadie se había molestado en sustituir tras el final de la Dictadura, y frente a la mesa atestada de carpetas y documentos, mientras que el sargento y el inspector tomaron asiento en las dos sillas que tenía delante. Para no desmerecer el ambiente del despacho, los tres fumaron.
—Este es un pueblo muy tranquilo, la verdad es que no nos lo explicamos —reflexionó en voz alta el teniente.
—De siempre ha sido un lugar de gente pacífica, un pueblo de pescadores. Estamos recibiendo muchos turistas en los últimos años, pero nunca había pasado nada grave. Imagínese, el asesinato del alcalde, nada menos —completó el sargento».
Nadie corre más que el plomo
Ignacio Marín
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