«—¿Los de la capital? Pero si eres de Vallecas, cabrón. Oye, ¿esto qué es? —Me mostró una foto con la relación de objetos que llevaba encima el finado. Su dedo señalaba uno en concreto—. El tubito este.
El tubito este era un cilindro de madera fina, aplastado en uno de sus extremos y recubierto de hilo en el otro. Tardé en reconocer lo que era.
—Coño, es una caña de dulzaina.
—¿Y eso qué es?
—Es lo que hace sonar la dulzaina, es como una lengüeta, como un pito —gesticulaba, ante un Eugenio que me miraba como si no compartiéramos el mismo idioma.
—Recuérdame qué es una dulzaina. —Bajó la voz para que su ignorancia no fuese patrimonio de todos.
—Es como una especie de flauta, muy típica de aquí. En los pasacalles de las fiestas, la gente va con dulzainas y tabalets, que son como tambores.
—Algo muy folclórico, entiendo.
—Sí, así es».
Nadie corre más que el plomo
Ignacio Marín
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